Unos padres revisan el historial del navegador de su hija adolescente. En él, se suceden páginas acerca de la vida como trans. Cuando, a la mañana siguiente, se reúnen en la mesa de la cocina a tratar el asunto –hay cosas que no cambian–, ambos intentan mostrarle su apoyo diciéndole que siempre la querrán, sin importar su género. Ella, azorada, les saca de su error: no se siente cómoda en su cuerpo, pero no es transexual, es trans… humana. Quiere dejar atrás su carne y descargar su personalidad en la nube para ser datos. Aterrada ante lo que ve como un eufemismo tecnológico del suicidio, su madre le promete que cortará su conexión y se volverá analógica si hace falta para quitarle esas ideas de la cabeza.
Esa es una de las primeras realidades distópicas que se plantean en Years and years, la miniserie de HBO que nos pone ante un espejo para hacernos ver cómo podremos ser –o seremos– en un puñado de años si no abordamos los retos populistas, climáticos y tecnológicos. El personaje de la joven Bethany Bisme-Lyons, incapaz de separarse de su teléfono y de los filtros de Snapchat, refleja una situación extrema, pero no tan diferente de la que ya se vive en los hogares: niños con acceso a tecnologías cada vez más potentes en un mundo digital que cambia y crece incluso más rápido que ellos.
Como sucede casi siempre, el dilema –y las primeras y cruciales decisiones– sobre la cuestión lo tienen sus padres. ¿Cuándo comprarle su primer móvil? ¿Debo supervisar las aplicaciones que se descargan? ¿Cuánto tiempo puedo dejarles la tablet? «Con los menores no existen reglas escritas: cuando surgen nuevas formas de entender la sociedad, los padres tenemos que vencer nuestros miedos. Si ponemos trabas al aprendizaje digital nos perdemos una parte importante de la vida de nuestros hijos porque, aunque los tiempos cambien, los valores que debemos inculcarles son los mismos», introducía Elena Valderrábano, directora global de Ética Corporativa y Sostenibilidad de Telefónica, al inicio del debate Los menores en la sociedad hiperconectada. El encuentro, organizado por Ethic en colaboración con la empresa de telecomunicaciones, reunió a expertos en educación y tecnología para abordar cómo gestionar el entorno digital en el que nadan los más pequeños.
Se trata de una cuestión de límites tan difusos como el mar, a la que se suma la brecha de conocimientos entre los niños que han nacido con el smartphone bajo el brazo y unos padres que no siempre conocen las posibilidades de unos dispositivos cada vez más inteligentes. «Tenemos que aprender cómo funciona el mundo digital para poder aconsejar a nuestros hijos, teniendo en cuenta cómo es el mundo y cómo son ellos. No lo hacemos genial, pero tampoco tan mal como nos dicen continuamente», sostenía la periodista experta en ciudadanía digital María Zabala en una cierta llamada al optimismo. «Se trata de entender la infancia y la adolescencia que les ha tocado vivir, con unos riesgos y oportunidades diferentes a la nuestra. Por eso tenemos que asumir nuestro papel como adultos responsables y saber que nos toca informarnos y aprender», concluye.
Elena Valderrábano: «Si ponemos trabas al aprendizaje digital nos perdemos una parte importante de la vida de nuestros hijos»
Acostumbrarse a utilizar los dispositivos de última generación, explorar las aplicaciones populares entre los adolescentes –TikTok superaba en noviembre los 1.500 millones de descargas– o saber cómo configurar los sistemas de control parental son algunos de los deberes que los hijos ponen a sus progenitores, pero no son los únicos. «Internet es una herramienta para ejercer los derechos fundamentales, pero también es un entorno en el que se pueden vulnerar: un delito de lesiones se puede generar a través de la red, igual que se puede violar el derecho a la intimidad, la protección de datos, la libertad de expresión o de información», advertía Ofelia Tejerina, abogada y presidenta de la Asociación de Internautas. Con ello, la experta ponía sobre la mesa la diferencia entre que los menores tengan derecho a un acceso seguro a Internet y que este sea objeto de reclamación en los tribunales, aunque hoy las discusiones por el tiempo de uso de los teléfonos y tabletas sean tan habituales como lo eran las que se producían por la hora de llegada a casa en tiempos más analógicos.
Los habituales titulares informando de graves casos de ciberbullying –según Unicef, en España al menos dos menores en cada aula sufren acoso o violencia en internet– y de delitos sexuales hacen que los padres estén más concienciados ante los peligros de las redes que de sus beneficios. «Al hablar de protección se habla de prohibir, controlar, supervisar… Pero hay que poner el foco en formar, capacitar, reflexionar y ayudar. La protección del menor requiere estrategias que tienen que ir acorde a sus necesidades y su madurez», resaltaba en la misma línea Ana Santos, responsable de la Oficina de Seguridad del Internauta (OSI) de Incibe, que hacía hincapié en el concepto de responsabilidad compartida. «Tenemos que fomentar conductas de respeto o tolerancia en las redes, potenciar el uso equilibrado en tiempo y contenidos y ayudarles a buscar información veraz, además de enseñarles a pedir ayuda si les ocurre algo. Una actuación integral que tiene que hacerse desde muchos ámbitos de la sociedad, desde la escuela a la policía o los proveedores de servicios de telecomunicaciones», reclamaba.
Educación digital en la sociedad líquida
Sin embargo, encontrar el equilibrio entre el uso responsable y la protección de los menores no es fácil. A finales del pasado mes de diciembre, la Comunidad de Madrid anunciaba que modificará la normativa autonómica para prohibir el uso de teléfonos móviles en las aulas a partir del próximo curso –hasta ahora, competencia de cada centro–. Según sus impulsores, la medida está destinada a «mejorar los resultados académicos de los alumnos y luchar contra el ciberacoso», razón por la que se prohibirá de forma explícita el uso de teléfonos y dispositivos electrónicos en los periodos lectivos.
El anuncio del ejecutivo madrileño pone de nuevo sobre la mesa el debate acerca del uso didáctico de la tecnología, defendida por algunos docentes y objeto de estudio –y recelo– para neuropsicólogos que bareman su impacto en las etapas tempranas del desarrollo cerebral del niño. «No podemos demonizar las redes sociales porque, si lo hacemos, nuestros hijos nos ponen en el bando enemigo. La tecnología es una oportunidad de desarrollo personal y, aunque estos temas nos inquieten, tenemos que acabar con el miedo que nos provocan», pedía Antonio Milán, doctor en Educación y experto en educación y uso de las nuevas tecnologías. Sin embargo, también alertaba sobre el papel que juega la red en comportamientos autolesivos en casos de anorexia o bulimia y también en la proliferación de las apuestas deportivas, una nueva y peligrosa forma de ocio entre los adolescentes. «Hay que saber transmitir las oportunidades sin obviar los riesgos: fomentemos que sigan cuentas de personas que les inspiren a conseguir sus sueños, que aprendan a contar historias. No ha cambiado el qué sino el cómo», concluía.
TikTok, la red de moda entre los adolescentes, supera los 1.500 millones de descargas
Estos nuevos relatos tienen unos claros protagonistas: los influencers, nuevas figuras de referencia para los más jóvenes, que ya no solo se fijan en actores, deportistas o cantantes para erigirlos como ídolos. Con las visualizaciones y los likes de cientos de miles –incluso millones– de seguidores, también son un escaparate de lujo para las marcas. «El problema no es que influyan en los hábitos de consumo de los menores, sino que lo hagan en actitudes de la vida con unos contenidos que no están hechos para ellos. Los padres deberían saber qué ven y qué no: al final, es controlar su entorno, pero sabiendo que este hoy es muy grande», advierte Fernando Cerro, cofundador y CEO en Influencialia.
Al final, los dramas cotidianos y miedos de los púberes y de sus padres no son tan diferentes a los de siempre, aunque ahora la tecnología haya desdibujado los límites de su mundo. «Las adolescentes de los ochenta y los noventa comprábamos todas la Superpop y no era precisamente por sus entrevistas culturales. No todos los adolescentes pueden tener interés en Kafka y no podemos pretender que les guste lo que nosotros queremos», concluye María Zabala. Pero, en medio de la queja sobre la frivolidad de las redes y la alerta constante sobre sus peligros, también se perfilan nuevos horizontes en otro tipo de entretenimiento digital: por ejemplo, el vídeo de Ter –quien acumula más de 700.000 suscriptores en YouTube– explicando las razones arquitectónicas del derrumbe de Notre Dame pasa ya del millón de reproducciones. Los de Jaime Altozano –con casi dos millones de suscriptores– analizando el algoritmo de Shazam o las modas musicales desde los años cincuenta suman casi cuatro millones de visitas.
Fuente:Ethic