Imaginemos una niña del Paleolítico recogiendo frutos en el bosque. De repente, escucha un ruido que le causa sorpresa. Extrañada, su cerebro le pide que preste atención y mira a su alrededor. Tiene que decidir si salir huyendo, en el caso de que el ruido suponga una amenaza, o recrearse en lo que va a ocurrir si supone algo positivo. La sorpresa, lo novedoso en su tarea diaria, ha activado su atención.
Adelantemos unos cuantos miles de años en el tiempo. Imaginemos ahora una niña sentada en una silla de un aula cualquiera. Se está preparando para empezar su clase diaria. Ya sabe que la profesora va a empezar corrigiendo las tareas que le mandó el día anterior; luego va a explicar un concepto nuevo; a continuación, propondrá unos ejercicios y después se corregirán. No hay ninguna novedad en su rutina diaria y su cerebro ya sabe lo que va a pasar, así que no le va a pedir que preste atención.
Ante situaciones repetitivas y previsibles, una parte del cerebro (el tálamo) se desactiva y deja de ser consciente de lo que ve. Si no hay atención consciente, no se activan partes importantísimas para el aprendizaje como el hipocampo, que es la parte del cerebro donde se almacena la información, y la amígdala, que es como el interruptor que enciende el sistema de las emociones. Y si no hay emociones en el aula (preferiblemente positivas: alegría, felicidad, respeto, amor, entusiasmo, calma…), al cerebro le va a costar más retener la información.
Algunos estudios muestran que incluso un estado de ánimo negativo conduce a un estilo de pensamiento más detallado y atento, es mejor para el procesamiento de la memoria y el recuerdo, nos protege de los estereotipos y sesgos y, además, nos motiva. Pero siempre es recomendable –y más ético– generar emociones positivas en el aula.
El efecto de sentirse protagonista
Hoy preferimos las emociones positivas porque aquello de “la letra con sangre entra” es de otra época y, aunque también se aprenda, hacerlo desde el miedo no es lo mismo que desde una sensación de bienestar.
Una manera de provocar emociones positivas en el aula es conseguir que los estudiantes se sientan protagonistas. Para ello, los docentes debemos respetar sus preguntas, intervenciones y debates. La meta es que ellos aprendan, no que nosotros enseñemos. También podemos felicitarles por el esfuerzo realizado en resolver una tarea y no tanto por su capacidad para hacerlo.
Aceptar el error como una oportunidad de aprendizaje contribuye asimismo a crear un buen clima de aula y a generar emociones positivas. Es importante fomentar una mentalidad de crecimiento que permita aprender de las equivocaciones. Además, hacer que se sientan útiles, ya sea con sus compañeros o con su comunidad a través de proyectos como los de aprendizaje-servicio, les va generar un beneficio muy importante para su autoestima.
Cómo romper con la rutina
La sorpresa, por tanto, es necesaria para activar el cerebro y despertar el interés por el aprendizaje. Contribuye a generar la motivación inicial y hay muchas maneras de provocarla en el aula.
La mejor es romper con la rutina. Los docentes tienen muchas maneras de llevarlo a cabo. Cada día pueden empezar la clase con algo diferente: proponer un reto relacionado con un problema de la vida real; contar una noticia sorprendente relacionada con el tema que se está estudiando; relatar una anécdota personal sobre un contenido del currículo; proponer un juego; realizar una tarea colaborativa en parejas o grupos, etc. Esto les genera expectación, curiosidad, interés y, en definitiva, sorpresa.
Tras esta motivación inicial, sigue la motivación de logro, es decir, cómo mantener una implicación regular durante la clase. Aquí entran en juego las metodologías activas de aprendizaje que se alejan de la clase magistral y de las rutinas establecidas por algunos docentes.
Adaptarse a las distintas etapas
La capacidad de atención y de mantener la implicación en el aula no es la misma en la infancia, la adolescencia o la edad adulta. Esto lo saben bien los docentes de Primaria, quienes cambian de actividad con frecuencia porque los cerebros de los niños no son capaces de centrar la atención en una actividad durante mucho tiempo.
En la adolescencia, el cerebro va madurando. A medida que crecen, los adolescentes son cada vez más capaces de controlar sus impulsos y prestar atención consciente. Aun así, captar su atención todavía supone un reto para los docentes.
No obstante, algunas metodologías activas pueden jugar a su favor: el aprendizaje basado en retos, el aprendizaje basado en problemas, el aprendizaje basado en proyectos, el aprendizaje-servicio, el aula invertida, etc. Tampoco se debe olvidar el valor del juego como excelente aliado para generar sorpresa.
El juego para generar sorpresa
En un juego no sabemos lo que va a pasar y esa expectación hace que estemos muy atentos. El tálamo está activo y mantiene activa toda la maquinaria cerebral que mencionábamos al principio. La sorpresa es máxima.
Además de esto, el juego tiene múltiples beneficios: produce placer y satisfacción, estimula la creatividad y la curiosidad, genera autoconfianza, es un instrumento de expresión emocional, favorece la socialización y estimula el desarrollo físico, cognitivo y socioemocional. Ayuda a aprender en todas las etapas de la vida educativa: primaria, secundaria, universitaria y, también, en la enseñanza de adultos.
Estímulos, emociones y memorización
Así pues, el verdadero truco para mantener la atención del alumnado está en la capacidad de provocar sorpresa. La sorpresa generada por un estímulo inesperado hace que el tálamo (la zona que genera la atención) se active. A su vez, el tálamo activa al hipocampo y a la amígdala, centros de la memoria y las emociones, como decíamos más arriba, muy necesarios para el aprendizaje. Este funcionamiento del cerebro ante la sorpresa tiene una función claramente evolutiva y la mantenemos desde la época en la que la niña recogía frutos en el bosque al principio de este artículo.
Fuente: Rocío Bartolomé Rodríguez / theconversation.com