Cuenta la historia que Sócrates era conocido entre sus conciudadanos como «el tábano de Atenas». Se dice, además, que estaba encantado con ese sobrenombre porque le describía muy bien: su misión era la de aguijonear al personal a través de preguntas y explicaciones de esas que incordian y que, sobre todo, despiertan.
Eso sí, al gran filósofo griego le salió muy caro el poner a pensar a determinada gente que, en verdad, prefería seguir durmiendo. A este «tábano» que no para quieto hay que darle cicuta, acordaron.
Sin embargo, su espíritu crítico ha dado como resultado una de las mayores revoluciones de la historia.
Esa invitación a pensar con criterio -preguntarnos el por qué las cosas son así y no de otra manera, tratar de descubrir verdades y desmantelar falsedades, y no dejar de decir, como él mismo hacía, «solo sé que no sé nada»-, no tiene parangón.
Básicamente, porque el espíritu crítico nos libera de la ignorancia, es decir, de cualquiera o cualquier cosa que pretenda pensar por nosotros; y ya sabemos que estamos rodeados de personas y dispositivos tecnológicos dispuestos a tal cosa.
Ciertamente, no hay como conversar con personas en las que anide ese espíritu, ellos nos enseñan todo lo dicho y nos demuestran que hay gente con la que es muy placentero hablar.
Nuestro actual y mayoritario modo de pensar en la educación, esa voz que indeterminada y envolvente que nos marca el camino, apuesta por el espíritu crítico.
Espíritu «de bisutería»
Las nuevas generaciones, se viene a decir, deben mejorar el mundo, necesitamos a muchos Sócrates en oficinas, hospitales, escuelas, partidos políticos, calles y plazas.
Sin embargo, la realidad demuestra que con ese discurso no solo se forma el espíritu crítico, sino que también, y cada vez más, versiones poco logradas del mismo.
No son pocos los jóvenes que, tras recorrer las diferentes etapas educativas, universidad incluida, se presentan en sociedad con un espíritu crítico «de bisutería», muy alejado del de Sócrates.
O repensamos la educación y sus políticas y la comunidad empieza a valorar más a espíritus críticos que a futbolistas y famosos o el profesorado y las familias que tratan de cultivarlos día a día verán que su gozo queda en un pozo. Veamos tres de esas imitaciones, y acaso algunos remedios.
Algunas imitaciones
1. El espíritu crítico es el conjunto de opiniones que uno defiende. El famoso lema que dice que el alumno es el protagonista de la educación podría ser la principal causa de esta curiosa imitación. Eso es lo que queremos que sea, por supuesto, pero deberíamos reconocer que no puede serlo de buenas a primeras, por lo menos no con relación al espíritu crítico.
Y no porque no se quiera, sino porque el alumno no está en condiciones de asumir tal papel. Quienes pensamos que el acontecimiento educativo consiste, precisamente, en conducir al alumno hacia la conquista de su protagonismo, eso es, de su autonomía intelectual y moral, nos quedamos sorprendidos cuando se escucha que tal cosa «ya viene de fábrica» y que lo que hay que hacer es potenciarla al máximo.
Así las cosas, se educa al «opinólogo», un individuo convencido de que su opinión es tan válida como la de cualquiera, también como la del que más sabe; y animado para presentarse en cualquier conversación sentando cátedra.
No hay espíritu crítico cuando nos llevamos por delante aquel principio que dice que para opinar antes hay que conocer, cuando dejamos de valorar que la autonomía intelectual y moral consiste en recorrer un largo y duro trecho de verdades.
2. El espíritu crítico es el dominio y el conocimiento de lo que se cuece hoy y ahora. Y eso es lo que estamos haciendo desde hace años: educar en respuestas útiles, rentables y eficaces.
Sin embargo, si hay algo que mantiene vivo al espíritu crítico son las grandes preguntas que a todos nos afectan y nunca pasan de moda, y deberíamos pensar por qué hay muchos jóvenes que finalizan la travesía educativa sin apenas tener nada serio que preguntarse sobre ellos mismos y el mundo en el que habitan.
Esas grandes cuestiones suelen encontrarse en los clásicos del pensamiento, sí, en esas obras que, como decía Ítalo Calvino, tienden a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no pueden prescindir de él.
Por eso un clásico, sea de hace siglos o de hace diez años, un libro o una película, es un clásico porque nunca acaba de decir lo que está diciendo, porque siempre nos interpela.
Por mucho que cueste creer, un espíritu crítico sin clásicos anda a tientas, si es que realmente anda, y nos extraña que los universitarios, estudien la carrera que estudien, no tengan un primer curso de artes liberales, grandes ideas, humanidades, cultura general o como se le quiera llamar.
3. El espíritu crítico se demuestra de muchas formas, va con el carácter de cada uno. Quizá los medios de comunicación y las redes sociales sean el mejor escaparate para ver lo que aquí se está diciendo. Sin embargo, algo nos dice que la cosa va en dirección contraria, que ese espíritu se conquista, que es uno el que debe adaptarse a él.
Lo demuestran aquellas personas que han aprendido a filosofar con delicadeza, humildad, prudencia y buenas palabras, que huyen de la calentura, la ordinariez, el rencor y la venganza fría.
El espíritu crítico también tiene su estética, algo que, todo sea dicho, no suele encontrarse en la lista de competencias de nuestros planes de estudios escolares y universitarios.
Esa estética se aprende muy bien con el ejemplo. Iría bien seleccionar unos cuantos de ellos y analizarlos semanalmente junto a nuestros alumnos.
En fin, no dispondremos de jóvenes con el espíritu crítico solo con pretenderlo, mucho menos con potenciar imitaciones que no hacen más que desdibujar y malbaratar la invitación de Sócrates y de tantos otros que han seguido su camino.
*Francisco Esteban Bara es Profesor Agregado del Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Facultad de Educación de la Universidad de Barcelona.
Esta nota apareció originalmente en The Conversation y se publica aquí bajo una licencia de Creative Commons.