Los medios de comunicación están imbricados en la cultura contemporánea introduciendo nuevos usos y sentidos. Pero su integración en la vida escolar parece limitada a saber cómo funcionan. ¿Es posible abordar la educación en medios desde nuevas dimensiones?
En la década de los años 80, cuando los medios de comunicación disponibles se contaban con los dedos de una mano, se dijo que debíamos aceptarlos como una escuela paralela. Hoy, con su digitalización, podemos decir que los medios son una nueva interfaz de la escuela. En el contexto pandémico, las tecnologías dejaron de discutirse como una posibilidad y pasaron a convertirse en la única posibilidad de superar la distancia que separa a los estudiantes del aula material que conocían. ¿Este hito representa un cambio duradero o se trata de un paliativo de emergencia?
Desde el siglo XIX la escuela es una sucesión de tecnologías que redefinen o crean prácticas pedagógicas. Tecnologías que también representan para los docentes nuevas promesas y amenazas. Por un lado, seduce su sensualidad, su motivador acercamiento a los sentidos y su siempre relativa novedad, inmejorables para combatir el tedio de la clase magistral y las actividades escolares tradicionales que heredamos del modelo industrial. Por otro lado, destacan sus capacidades de almacenamiento, gestión de datos, capacidad de respuesta y presentación de contenidos, que en algunos casos pueden disputar funciones docentes llegando incluso a discutir la necesidad de un maestro de carne y hueso.
Así, las expectativas y los temores generados por la nueva dependencia a los medios de comunicación conviven en un marco de incertidumbre agravado. Muchos expertos se refieren a las tecnologías contemporáneas como medios opacos, cajas o espejos negros, aludiendo a la distópica serie de televisión Black Mirror. No sabemos bien qué magia ocurre dentro de ellas. Las operaciones manipulatorias de algoritmos e inteligencia artificial a las que alude el reciente documental de Netflix, El Dilema de las Redes Sociales, resultan sorpresivas e inaceptables para muchos y encienden por milésima vez la alarma: ¿Cómo debe el sistema educativo hacerse cargo? ¿Cómo formar ciudadanos para una vida cada vez más mediatizada? ¿Qué debe cambiar en la formación docente para permitir una integración más conveniente? ¿Encontramos luces para el desarrollo de capacidades críticas en la nueva caverna digital en que vivimos?
La clave ecológica
Partimos de un problema conceptual. Los medios de comunicación tradicionales mutaron con la masificación de las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC). Se convirtieron en ecosistemas de producción y consumo más complejos e interconectados. Pero la forma como hemos venido hablando de estos nuevos medios en la educación sigue limitada al paradigma tradicional de emisión y recepción de contenidos. Una prueba ácida: cuando pronunciamos el acrónimo TIC, aún pensamos en un dispositivo con una función transmisiva y no en espacios de creación de significados e interacciones. Conviene, entonces, aproximarnos a los medios desde una clave más ecológica.
La ecología de medios es una apuesta teórica que tiene varias décadas en construcción. La metáfora ecológica aplicada a los medios admite dos interpretaciones: primero, que constituyen un entorno que modifica nuestra percepción y cognición; segundo, que los medios son especies que viven en un ecosistema y establecen relaciones entre sí y con sus usuarios.
Desde el siglo XIX la escuela es una sucesión de tecnologías que redefinen o crean prácticas pedagógicas
Desde esta mirada, los medios son tanto o más importantes que los contenidos a la hora de influir nuestras percepciones. Por eso, al perder de vista los impactos culturales causados por la presencia de nuevos medios y aplicaciones, desconectamos arbitrariamente los aparatos tecnológicos de lo que realmente importa: las formas de pensar y de sentir emergentes, los códigos o lenguaje con los que operan, o los nuevos modos de construir relaciones o identidades en las que están inmersos los estudiantes. Ya sabemos que las tecnologías no son neutrales, así que es mejor aprender pronto a reconocer sus sesgos: de dónde provienen, para qué fueron creadas, qué oportunidades y problemas generan y un largo etcétera.
El movimiento promotor de la alfabetización mediática en los años 80 reclamó superar el paradigma impreso para integrar nuevas literacidades audiovisuales y sonoras de los medios. Hoy sumamos otras digitales y transmedia. Desde entonces se alentó una educación en medios y no solo con ellos, que los mire como un ecosistema, no de forma fragmentada. Así, los medios analógicos o digitales, masivos o personalizados serían reconocidos no solo como plataformas de consumo, sino de creación y expresión, como demostró el proyecto Transmedia Literacy dirigido por Carlos A. Scolari (2018). Muchas, y algunas nuevas, capacidades generadas en la interacción con medios son desperdiciadas extramuros de la escuela. Y tantos otros riesgos, provenientes de sistemas de manipulación más sofisticados, basados en inteligencia artificial, suben el volumen de la alarma de lo que debe hacer la escuela.
La clave emocional
Comprender nuestra experiencia con los medios también supone reconocer el valor de las emociones y el inconsciente. No se puede hablar de una educación en medios eficaz sin comprender a fondo por qué nos gusta un mensaje, qué deseos satisface o por qué nos enganchamos con determinadas narrativas. Tampoco se puede pretender formar una actitud crítica sin atender los procesos emocionales e inconscientes que operan en nuestro cerebro (Ferrés, Masanet y Mateus, 2018). La escuela tiene que proveer momentos para hablar del placer o del disgusto que los medios nos generan. Espacios de catarsis y de análisis de contenidos, de autoevaluar nuestras dietas mediáticas y no solo prescribir formas correctas de producción y consumo.
La escuela no debe ser una caja de resonancia de novedades tecnológicas sino un laboratorio para experimentar con los medios desde el sentido crítico
El reto para el sistema educativo es comprender la forma exitosa en que muchos contenidos mediáticos logran calar en las emociones de sus usuarios: desde la publicidad hasta los videojuegos. Deconstruir qué funciona en ese diseño de experiencias que los involucra, sorprende e impacta para procurar un enganche emocional con lo que proponemos en la escuela. La razón no moviliza, la emoción sí (aunque muchos de nuestros sistemas educativos premien la inmovilidad). No se trata, por cierto, de gamificar1 la vida escolar. Menos cuando muchos de los principios de la ludificación se limitan a establecer esquemas de acciones por recompensas o se ocupan como único objetivo de despertar la motivación del estudiante, entrando en conflicto con otros principios humanistas.
Navegar la incertidumbre
Para que la integración entre las TIC y la escuela trascienda esta emergencia, conviene atenderla desde una dimensión ecológica: concebir los medios no solo como herramientas sino como parte importante de nuestra cultura y de un ecosistema en evolución constante. Asimismo, abordar esta integración desde otra dimensión emocional. Como planteó Ferrés (2008) en La educación como industria del deseo, lo que debemos perseguir es un cambio del estilo comunicativo en los procesos de enseñanza: uno que conecte con las nuevas sensibilidades que despiertan o producen las interacciones con los medios.
La escuela no debe ser, pues, una caja de resonancia de las novedades tecnológicas, sino un laboratorio para experimentar con los medios desde el sentido crítico y el enfoque de derechos. No educamos en medios para formar trabajadores más competentes, sino ciudadanos más empoderados. La pandemia que vivimos debería convertirse en hito para rediseñar la escuela como un espacio responsable para crear, expresar, cuestionar, hackear y apropiarnos de los medios; no a la inversa.
Fuente: telos.fundaciontelefonica.com