Quienes nos enseñan deben tener en cuenta que no podemos recordar todo.
«Lo he dicho en otras oportunidades y lo reafirmo: la búsqueda de una vida más humana debe comenzar por la educación» – Ernesto Sábato.
Este último año se ha repensado la educación, no solo como función central del aprendizaje sino por su intervención en la estimulación cognitiva y la conformación de la red social de los seres altamente gregario que somos.
Se suele considerar al aprendizaje como un proceso que modifica nuestra conducta a través de las premisas memorizadas previamente; es decir, un trabajo de cambio de actividad o de toma de decisiones en el caso de conductas complejas. Tal importancia ha tomado el estudio de la educación en estos procesos vinculados con el cerebro que se ha creado un área y, además, un nuevo concepto denominado neuroeducación, sobre el cual actualmente existen incluso congresos y posgrados. Indudablemente, la memoria es uno de los elementos claves para estudio de esta función. Al mismo tiempo, el aprendizaje -desde un punto de vista neurológico- no puede tomarse como sinónimo de «educación», ya que en esta última intervienen otros factores a analizar, como los procesos de memoria explícitos y conscientes (recuerdos convencionales), los implícitos que atraviesan las cuestiones inconscientes de procedimiento (como manejar), la memoria emocional que se aplica al recuerdo afectivo e inconsciente, la metacognición (conocerse a uno mismo) y la cognición social (conocer a los demás).
El aprendizaje consciente requiere de estructuras cerebrales localizadas que participan en la memoria explícita (como el hipocampo en la parte del medio del lóbulo temporal) y las memorias implícitas inconscientes están dispersas tanto en zonas corticales como subcorticales, pudiendo, al aprender, transformar memorias conscientes (declarativas) en inconscientes (de procedimiento y emocional). Para el manejo de estos procesos usamos, aunque a veces no los sepamos, lo que se conoce como metacognición, que es tener conocimiento de nuestro propio conocimiento, y que en el caso del aprendizaje es aprender a aprender. Este concepto es clave para poder entender y mejorar la capacidad y calidad de nuestra educación. Basado en estas premisas, los educadores pueden aplicar técnicas que mejoren las posibilidades de aprendizaje.
John Dunlosky, investigador de la Universidad de Kent, revisó los trabajos que analizan lo que mejora el estudio, así como también los factores que lo perjudican. Concluye recomendando estudiar por etapas temáticas: fraccionando el estudio, realizando autoevaluaciones y preguntándose el porqué de los conceptos aprendidos previamente. Así como aprendemos a elegir pensando antes qué debemos saber, podemos aprender a elegir lo que debemos olvidar. Por otro lado, cuando se estudia con consignas positivas se aprende más y mejor: con estudios neuropsicológicos se ha observado que el aprendizaje con consignas negativas enmascaradas en el mensaje (como por ejemplo mensajes negativos a la ancianidad en un grupo de tercera edad) empeoraba la performance, ocurriendo lo contrario cuando se enmascaraban consignas positivas. También mejora la cognición cuando no había castigo ante respuestas erradas y sí premios al acertar (el llamado «reforzamiento positivo»).
Sabemos también que los jóvenes aprenden de los errores: estudios actuales muestran que cuando se enseña a soportar y corregir el error, mejoran claramente su rendimiento cognitivo. Sin embargo, la flexibilidad cognitiva disminuye con en el paso del tiempo. Es entonces que la capacidad de aprender a través la experiencia previa suplanta a las pruebas de ensayo y error. Otro punto central es el que ha estudiado Paul Hewitt, de la Universidad de la Columbia Británica, sobre el perfeccionismo disfuncional, en el cual a un estudiante se le demanda gran exigencia y se estresa, claramente en relación con el advenimiento de un «burnout», pudiendo provocar un fracaso educativo. El exceso de información, o mucha cantidad de información por unidad de tiempo sumada al estrés generado, provoca una disminución de la posibilidad intelectual.
Los educadores deben tener en cuenta que no podemos recordar todo sino solo lo que decidimos darle importancia consciente o lo que nuestra emoción priorizó en forma inconsciente, pues nuestro castillo intelectual es lo que permanece luego de olvidar la mayoría de lo aprendido.
No podremos realizar una correcta educación sin considerar los procesos intersubjetivos y empáticos que requieren de la cognición social. Es decir, una función cognitiva que hace que percibamos inconscientemente lo que le sucede a otros. Función relacionada con neuronas en espejo y áreas de asociación que se activan con la emoción y movimientos de los otros.
La neuroeducación, como subespecialidad de la neurociencia, implica a todos los procesos cerebrales que no pueden ignorar los educadores a la hora de generar el gran acto cultural que representa la educación.
Fuente: Ignacio Brusco / baenegocios.com